Érase una vez una persona muy altiva, soberbia y engreída, que allá donde iba aparentaba saberlo todo, como si fuese el oráculo de la verdad.

Esta persona tan huérfana de humildad decidió construir una casita de madera por sus propios medios, y para colmo, lo consiguió. Además, le quedó diametralmente bonita, exhalaba una belleza cautivadora, resplandeciente, hiperbólica…. Con el paso del tiempo, aquella flamante y arrobadora minicasa se derrumbó por culpa de una lluvia y de un vendaval, porque aquel sabelotodo tenía perseverancia y buen gusto, pero carecía de conocimientos profesionales sobre construcción.

Tras esta derrota, su orgullo y ahínco le llevaron a atesorar una victoria alternativa que ocupase el vacío de este fracaso. A la sazón, se dispuso a montar, por su cuenta y riesgo, el sistema eléctrico de su apartamento, sin ayuda de ningún tipo. En un primer momento, su obra fue de un éxito atronador. Sus familiares, afines y allegados le cubrieron de vítores y aplausos. Su portentosa inteligencia fue clamorosamente reconocida, en forma de laudes y loas de lo más aduladoras. A los pocos días, se produjo un cortocircuito letal en su vivienda, porque por mucho garbo, dedicación, celo y esmero que le hubiese puesto, carecía de conocimientos profesionales sobre electricidad.

Más tarde, le puso empeño a la construcción de una página web decente y por no contar con un informático profesional, terminó cayendo en la desesperación, y su soberbia le condujo a desistir.

A renglón seguido, se batió el cobre por curarse, sin asesoramiento de un médico, de unos dolores que padecía en distintas regiones del cuerpo. Con lectura e investigación, logró aliviarlos por momentos, pero las molestias fueron a peor y le tocó llamar a la puerta de un doctor. Gracias a Dios, este experto consiguió librarle de sus dolencias con relativa facilidad.

Como su orgullo adolecía de falta de límites, no aprendió la lección y se precipitó a arreglar su coche por su cuenta. Esto, por fortuna, no le costó una tragedia, pero sí un susto y sobre todo, un dineral.

El altanero compulsivo se aventuró a vender, por su cuenta y riesgo, una casa de proporciones épicas y magnitudes insospechadas en uno de los mejores distritos de su ciudad. Tras permanecer durante años sin venderla, reflexionó sobre los fracasos que le precedieron por rehuir de acudir a un profesional. Esta cura de humildad le empujó a depositar su confianza en una inmobiliaria y el éxito fue estentóreo, estruendoso, atronador….

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