AUTOR: Ignacio Crespí de Valldaura

El Principito, la archiconocida novela de Antoine de Saint-Exupéry (1900-1944), es un libro sumamente recomendable para leer en verano, por tres razones de una clarividencia irreprochable.

En primer lugar, porque se trata de una obra de noventa páginas, muy amena, de contenido distendido y fácil de leer, narrada en forma de cuento, idónea para los momentos de solaz y esparcimiento. En segundo término, puesto que atesora reflexiones para adultos de un valor incalculable, pero envueltas en un halo de meridiana sencillez, combinación ideal para exprimir el intelecto y oxigenar las neuronas al mismo tiempo (hace converger reflexión y pasatiempo con inenarrable maestría, con una destreza espectacular); y en última instancia, dado que es uno de los puntales de la literatura universal, una pieza imprescindible en cualquier biblioteca.

Resumen de la novela

Tras esta elogiosa, pero sobradamente merecida, introducción, procedo a desgranar las reflexiones más destacables de esta obra cumbre la historia de la literatura.

El Principito es una novela narrada en primera persona por el protagonista, por aquel principesco personaje que le da título. El susodicho persigue a una efímera rosa hasta la extenuación, emprendiendo una azarosa travesía en el espacio. Este viaje le permite estacionar en siete planetas, en los cuales interactúa con personajes de lo más peculiar, estrafalario y extravagante, pero no precisamente ajenos a la realidad que nos rodea. El comportamiento de los citados es una radiografía excelsa de la psicología humana, reflejada con unas gotas de comicidad e ingenio que hacen de Antoine de Saint-Exupéry un escritor digno de compartir vitrina con los clásicos.

La poderosísima reflexión principal o tesis de El Principito

Os habrá asaltado la pregunta de cuál es el motivo de que El Principito persiga con tal denuedo a una efímera rosa, tan simple y corriente entre las miles que emergen del subsuelo. Resulta que esta enigmática conducta encierra el quid de esta novela, su tesis o mensaje principal. Se trata de una metáfora excelsa sobre la búsqueda del sentido de la vida en lo esencial, en algo invisible, pero que impere sobre todo lo demás, fundado sobre los cimientos del amor.

De Saint-Exupéry glosa esta reflexión en un párrafo tan escueto como esclarecedor, el cual reza así: Si alguien ama a una flor de la que no existe más que un ejemplar entre los millones y millones de estrellas, es bastante para que sea feliz cuando mira a las estrellas. Se dice: mi flor está allí, en alguna parte”. Aquí, el autor pone de manifiesto que para alcanzar la felicidad, basta con descubrir esa esencia invisible que aureola de sentido a todo lo demás, con el estandarte del amor como bandera; y se sirve de esta flor para ilustrar este mensaje poderoso desde un prisma metafórico.

Con esto, De Saint-Exupéry pretende elevar al lector hasta la conclusión de que las cosas verdaderamente importantes no se descubren con la mirada del semblante, sino con los ojos del corazón. En estos términos, lo pone El Principito de manifiesto: No se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos. A esto, un zorro le contesta: “El tiempo que perdiste por tu rosa hace que tu rosa sea tan importante”.

Reflexiones complementarias al mensaje principal

A raíz de esta formidable reflexión, me asedia el siguiente interrogante: ¿Acaso no invertimos demasiado tiempo y esfuerzo en lo particular, y muy poco en buscar lo esencial, véase en perseguir esa diminuta e insignificante rosa que impregna de sentido a todo lo demás? ¿No estamos quizá demasiado avezados en conocer las cosas en superficie y excesivamente poco duchos en tratar de leer, con los ojos del corazón, lo invisible que anida detrás de ellas? No hay nada más reconfortante que pensar sobre esto en verano, envueltos en el silencio musical de una playa vacía, junto al nimbo rosáceo de una puesta de sol. Es una experiencia sensacional, con la que se me han llegado a empañar los ojos de lágrimas de felicidad. Un episodio que ha marcado un antes y un después en la singladura de mi vida, que ha producido en mi interior una catarsis que no podría describir ni el más colosal de los poetas. De corazón os lo digo.

Antoine de Saint-Exupéry agrega otra metáfora esclarecedora para profundizar en la comprensión de este mensaje. El autor de El Principito, experimentado en contemplar paisajes con detenimiento, fruto de sus años de profesión como aviador, retrata un hermoso desierto, con el objetivo de comunicarnos que leer la belleza que evoca con los ojos del corazón nos otorga un conocimiento más sublime que conocer de qué está compuesto dicho escenario.

Con estas palabras, lo pone de manifiesto:Siempre he amado el desierto. Puede uno sentarse sobre un médano de arena. No se ve nada. No se oye nada. Y sin embargo, algo resplandece en el silencio…”. Escasos renglones después, añade: “Ya se trate de la casa, de las estrellas o del desierto, lo que los embellece es invisible”.

¿Qué sucede en cada uno de los siete planetas que visita El Principito?

Una vez ahondado en el mensaje principal o tesis de esta novela tan filosófica, procedo a revelar las enseñanzas sobre psicología humana que el autor describe en cada uno de los siete planetas que visita El Principito, en infatigable búsqueda de su amada rosa.

En el primero de los cuerpos celestes, se halla un Rey bondadoso, sabio y a su vez, un tanto lunático y autoritario. Percibo, a mi modesto entender, que el autor es capaz de dibujar las luces y las sombras de una persona aureolada de majestad, sin dejarse llevar por sesgos marcadamente favorables o contrarios. A cada favor que El Principito le pide al Monarca, éste se lo concede, pero añadiendo un “te lo ordeno”, para que parezca más una orden que una concesión que reblandezca su autoridad. También, este Soberano cree que todo lo que contempla, tanto fuera como dentro de su planeta, le pertenece, puesto que piensa que reina sobre ello. A lo largo de la conversación, dicho Rey le brinda al protagonista dos consejos dignos de consideración; uno, que “hay que exigir a cada uno lo que cada uno puede hacer”; el otro, dice así: “Te juzgarás a ti mismo. Es lo más difícil. Es mucho más difícil juzgarse a sí mismo que a los demás. Si logras juzgarte bien a ti mismo, eres un verdadero sabio”. Y tras obsequiarle con estas maravillosas enseñanzas, incurre en la contradicción de aconsejarle cosas irracionales; unos contrastes de racionalidad e irracionalidad que, a decir verdad, vemos con bastante frecuencia en el comportamiento de quienes nos rodean. El Principito concluye su estancia diciéndose en su fuero interno: “Las personas grandes son bien extrañas”.

El segundo de los planetas se encuentra habitado por un vanidoso de tomo y lomo, que sólo es capaz de recibir alabanzas. El susodicho le pide a El Principito que le admire y éste, atónito, absorto, perplejo, le pregunta que para qué si es “la única persona del planeta”. A esto, el presuntuoso le responde: “¡Dame el placer! ¡Admírame de todos modos!”; petición ante la que el protagonista se rinde, pronunciando un parco “te admiro”; y finaliza su estancia diciéndose a sí mismo: “Las personas grandes son decididamente muy extrañas”. Con esta metáfora, De Saint-Exupéry satiriza, con sin par gracejo, lo irracional que puede llegar a resultar el afán por ser cubierto de elogios.

En el tercer astro planetario, yace un bebedor aficionado. Al susodicho, El Principito le pregunta “¿Por qué bebes?”, a lo que éste contesta “para olvidar”. El protagonista prolonga el interrogatorio con un “¿Para olvidar el qué?”, a lo que el interpelado responde “para olvidar que tengo vergüenza”. El diálogo concluye por los siguientes derroteros: “¿Vergüenza de qué?” – “¡Vergüenza de beber!”. El Principito vuelve a abandonar el planeta diciéndose en sus adentros: “Las personas grandes son decididamente muy, pero que muy extrañas”.

La cuarta esfera celeste se encuentra gobernada por un hombre de negocios; un señor afanado por adueñarse de las “millones de estrellas” que avizora en el horizonte, a base de contabilizarlas con la mirada. El Principito le replica que, también, hay un Rey que se cree poseedor de aquello que contempla, a lo que el ávido negociante contesta: “Los Reyes no poseen, reinan. Es muy diferente”. Acto seguido, el protagonista le acorrala con otro de sus perspicaces interrogatorios. Primero, le pregunta que para qué le sirve poseer estrellas, a lo que el interpelado responde que para ser rico. Después, inquiere sobre este último asunto, a lo que el economicista repone que pretende enriquecerse con el objetivo de comprar otras estrellas. Aquí, se demuestra que muchas personas que codician el dinero no saben realmente por qué lo hacen, puesto que a pocas preguntas que se les formule sobre el sentido de su avaricia, se quedan sin una respuesta convincente. Tras este interesantísimo diálogo, el mercader pone sobre la mesa una lección empresarial digna de encomio, la cual reza: “Cuando encuentras un diamante que no es de nadie, es tuyo. Cuando encuentras una isla que no es de nadie, es tuya. Cuando eres el primero en tener una idea, la haces patentar”. El Principito, también, abandona este planeta diciéndose en su interior lo particulares que resultan “las personas grandes”.

El quinto globo espacial se caracteriza por ser el más pequeño de todos los transitados. El mismo se encuentra habitado por un farolero que apaga y enciende sistemáticamente un farol. El Principito, a la sazón, le pregunta que por qué tiene una conducta tan repetitiva, a lo que este buen hombre le contesta que, pese a tratarse de un oficio horrible, “es la consigna”; y se cierra en banda con este razonamiento. Aquí, De Saint-Exupéry pone de relieve el absurdo de la rigidez inalterable en ciertos comportamientos, una realidad tan perceptible como palpitante en nuestro día a día. Al protagonista, este farolero, por lo menos, le parece una persona con un espíritu menos ensimismado, véase menos centrado en sí mismo, que el del Rey, el vanidoso, el bebedor y el hombre de negocios.

La sexta pelota cósmica está comandada por un geógrafo petulante y ligeramente jeta. El aludido, tras ser preguntado por El Principito sobre si su planeta tiene océanos, ciudades, ríos y desiertos, contesta que no lo puede saber, alegando que identificar esta clase de cosas es tarea de los exploradores, no de profesionales tan importantes como los geógrafos, quienes se encargan de recibir a éstos en su despacho; otra realidad latente y que imbuye a múltiples sectores. Escasos párrafos después, este experto en geografía le aclara al protagonista que él no toma nota de las flores, puesto que éstas “son efímeras”. El Principito, con el orgullo, en cierta medida, lacerado, por el amor inefable que le tributa a su rosa, le interpela con insistencia sobre el significado de la palabra “efímera”, ante lo cual el geógrafo se muestra titubeante, incapaz de contrarrestar el golpe con una respuesta precisa. Ahora bien, el encuentro entre ambos personajes goza de un desenlace amistoso, dado que el sabiondo le releva a El Principito que, en la Tierra, es el lugar en el que puede encontrar a su anhelada rosa.

Y esta es la razón que catapulta a El Principito hasta la Tierra, el séptimo y último planeta; en donde abundan, por doquier, los Reyes, los vanidosos, los hombres de negocios, los faroleros, los geógrafos y por desdicha, las rosas, lo cual dificulta encontrar, hasta límites que no conocen órbita, la que él celosamente persigue.

Reflexiones aleatorias de El Principito que no te puedes perder bajo ningún concepto

Antes de concluir, voy a hacer mención de honor a una serie de reflexiones que he ido subrayando con mi pluma de manera aleatoria.

Para empezar, la dedicatoria que De Saint-Exupéry le dirige a su amigo León Werth goza de una ternura, candidez y compasión dignas de ser alumbradas con una resplandeciente aureola. En la misma, describe a su destinatario como una persona que “vive en Francia, donde tiene hambre y frío” y “verdadera necesidad de consuelo”, a lo que añade: “Quiero dedicar este libro al niño que esta persona grande fue en otro tiempo”. Me resulta una manera sensacional para aprender a mirar con inefable misericordia y condescendencia a aquellos que moran atizados por la mendicidad, sean cuales fueren las causas de su maltrecha situación, tengan o no la culpa de ella. Admito que rompí a llorar la primera vez que leí este renglón introductorio y que, en este mismo instante, mis ojos se encuentran humedecidos, a punto de prorrumpir en una plañidera rebosante de empatía con el dolor del prójimo. Lo reconozco: estoy derramando lágrimas de nuevo.

En las primeras páginas de esta novela, El Principito dice textualmente: “Las personas grandes me desalentaron de mi carrera de pintor cuando tenía seis años y sólo había aprendido a dibujar las boas cerradas y las boas abiertas. Con esta frase, interpreto que el autor pretende criticar el hecho de que, en un ánimo por uniformarnos en el cultivo de saberes puramente prácticos, terminen minando nuestras inquietudes artísticas y humanísticas.

Una frase que guarda una íntima avenencia con lo expuesto en el renglón anterior dice así: “No sé ver corderos a través de las cajas. Soy quizá un poco como las personas grandes. Debo de haber envejecido”. Aquí, supongo que el autor trata de protestar contra el hecho de que se cercene la insondable fantasía e imaginación de los jóvenes a muy temprana edad.

Otro de los párrafos que más ha estimulado mi intelecto reza así: “Las personas grandes aman las cifras. Cuando les habláis de un nuevo amigo, no os interrogan jamás sobre lo esencial. Jamás os dicen: ¿Cómo es el timbre de su voz? ¿Cuáles son los juegos que prefiere? ¿Colecciona mariposas? En cambio, os preguntan: ¿Qué edad tiene? ¿Cuántos hermanos tiene? ¿Cuánto pesa? ¿Cuánto gana su padre? Sólo entonces creen conocerle”. De este modo, Antoine de Saint-Exupéry arroja una afilada crítica contra la manía de tasar a los demás en cuanto a criterios numéricos, en vez de valorarles por su personalidad más genuina.  

Una cita escueta, lacónica, brevísima, pero con una profundidad portentosa sería la siguiente: “Los hombres ya no tienen tiempo de conocer nada. Compran cosas hechas a los mercaderes”. Una frase que, a mi modesto entender, cobra mayor actualidad con el transcurso de los años. Es más, en la sociedad de nuestro tiempo, parece que vivimos para producir y consumir, sin especial curiosidad por coleccionar cosas sublimes, ni desentrañar misterios de gran envergadura.

Un episodio en el que es preciso hacer hincapié es un fragmento de la conversación de El Principito con un zorro. Este animal señala que un rito “es, también, algo demasiado olvidado”, a lo que agrega: “Entre los cazadores, por ejemplo, hay un rito. El jueves bailan con las muchachas del pueblo. El jueves es, pues, un día maravilloso. Voy a pasearme hasta la viña. Si los cazadores no bailaran en día fijo, todos los días se parecerían y yo no tendría vacaciones”. Aquí, se puede percibir la mayúscula importancia de buscar ritos que le doten de sentido y alegría a la semana ¡Qué enseñanzas tan profundas nos aporta De Saint-Exupéry con tamaña sencillez! Alucinante. Espectacular. No cabe duda de que hay libros que consiguen transformarnos.

Una frase complementaria al mensaje principal o tesis de esta novela sería la siguiente: “Sólo los niños saben lo que buscan. Pierden el tiempo por una muñeca de trapo y la muñeca se transforma en algo muy importante”. Sensacional. A esto, le anexa un puñado de párrafos después esta declaración: “Los hombres se encierran en los rápidos, pero no saben lo que buscan”.

Otro brevísimo pasaje digno de ser tenido en consideración sería el siguiente: “¿Sabes?… Mi flor… Soy responsable ¡Y es tan débil! ¡Y es tan ingenua!”. Con este escueto pronunciamiento, De Saint-Exupéry nos recuerda la obligación moral que tejemos con respecto a aquello con lo que nos comprometemos. Cabe considerar que este autor francés fue un devoto intelectual del valor del compromiso, del “engagement”.

Breves pinceladas sobre Antoine de Saint-Exupéry, autor de El Principito

Antoine de Saint-Exupéry fue un renombrado novelista y aviador, oriundo de Francia, Lyon. Nació en 1900 y perdió la vida en 1944, a causa de un accidente de aviación, muerte que pudo deberse al derribo de su avión por un caza alemán durante aquellos procelosos años de guerra.

Publicó El Principito, su obra más reconocida (con cientos de millones de ejemplares vendidos), en 1943, nada más que un año antes de su defunción. Dio el pistoletazo de salida de su singladura literaria en 1926, tras hacer pública su novela El Aviador. Entre su floresta de libros publicados, caben destacar títulos como Ciudadela, Tierra de hombres, Vuelo nocturno o Piloto de guerra, además de otros, entre los que figuran numerosas cartas. Fue galardonado con premios de notable y refulgente prestigio.

En lo que respecta a su cosmovisión intelectual, es preciso subrayar que su pensamiento estuvo fuertemente influenciado por el católico Blaise Pascal, de quien proviene la idea de que hay “cosas que sólo se perciben con el corazón”. A esta mirada contemplativa, De Saint-Exupéry le incorporó unas gotas del ardiente espíritu de acción de Friedrich Nietzsche, aunque sin que hiciese mella en él el ateísmo inmanentista del celebérrimo filósofo.

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